U na sonrisa disfrazada de socarronería. Caminaban por la orilla de una `playa normanda, y las ondas acechaban los cabellos de coralina y los labios de fresa de Natalie. A él, un alemán, le habían asignado a la Embajada de París en una misión secreta, pero todos se habían enterado de su llegada. No en vano, Gottfried Wilhelm von Leibniz se había convertido en el pensador europeo más importante del momento. Sin embargo, en aquella ocasión le atraían a la capital gala otros menesteres, más complejos que los entresijos de la ciencia, relacionados con el inescrutable ser humano. Pues debía lograr como representante del Elector de Maguncia, una audiencia con su veleidosa majestad, el Rey Luis XIV. Sonaban tambores belísonos en la marchita Europa, que no se había recuperado de la Guerra de los treinta años . De ahí, lo s esfuerzos diplomáticos del elector por convencer al llamado Rey Sol , para que dirigiese sus ardores guerreros hacia Egipto, como en su momento los proyectó Julio C
Año 1938. Telón de fondo, un París de cielo volátil. Las nubes apeñuscadas, descargan una tormenta repentina sobre los Campos Elíseos. ¡Ábrase el telón de esta ópera bufa que es la vida! U n rayo ignoto, así fue su vida. Luego una rama que le alcanzó en la cabeza en plena tormenta, y ahí yacía, exánime, como un bulto desmadejado, la camisa con los botones que un galeno le había arrancado, con el objeto de reanimarlo en vano. Cuando llegaron los periodistas a los Campos Elíseos, donde tuvo lugar la tragedia, propalaron ecos en el aire. No en vano, los sucesos eran de las piezas periodísticas más codiciadas por los lectores parisinos. La víctima era un conocido dramaturgo se resabió uno de ellos, con más pinta de vagabundo que de reportero. Farfulló algo en alemán, lo que despertó las sospechas de los concurrentes. La tensión con los boches se cortaba en el aire de cualquier conversación, hasta que surgía el irredentismo entre los propios franceses, que quizá se odiaran más íntima