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Perito en lunas

A ratos, filosofo sobre las hechuras de los genios, da igual el lugar porque mi mente inicia una andadura por esta vereda sinuosa, de unos contornos demasiado imprecisos. Algunos autores aseveran que es condición sine qua non tener una seguridad material, aunque se me ocurren a bote pronto un aluvión de contraejemplos, desde los pintores renacentistas, hijos de humildes artesanos, que fueron captados por maestros deseosos de su brillantez y al final, el venero de su genio les permitió abrir su propio taller, hasta los bohemios, cuya fe les valió un lugar en el Parnaso del arte. Aquí nos vienen a la memoria Miguel Hernández y Amadeo Modigliani. Sin duda, habrá paradigmas de lo contrario como el conmovedor Pedro Luis Gálvez, de oficio sablista y capaz asimismo de ser un maravilloso sonetista. Era en palabras del maestro Cansinos Assens, un rimador de brillo, al que sin embargo, su inconstancia había frustrado que cuajase como uno de los grandes poetas.

Con fama de perdulario, la leyenda a veces más tejida a base de maledicencias de la época, contaba que Pedro Luis Gálvez paseó el cuerpo muerto de su hijo, casi un bebé, por los distintos bares y tabernas, con el fin de inspirar la pena de los circunstantes y aflojar sus bolsillos. Don Rafael llamaba a este arquetipo genialoide, el hampón literario. Por una brizna de vino, traicionaban al más pintado y así se lo confesó Gálvez al autor de La novela de un literato. Contrito se le acercó una noche para decirle que por encargo había perpetrado un artículo donde le ponía a escurrir. Que él en realidad le consideraba uno de los mejores escritores, pero que esperaba del maestro que se lo pudiese perdonar, sabedor de que la envidia instila en los corazones los presagios más negros y que la necesidad, le había forzado en muchas ocasiones a cometer injusticias, como la que él había protagonizado. El sonetista abrigaba gestos de honradez inusitados, que a Don Rafael le enternecían, quizá no tanto a las víctimas de sus correrías.

Retornando a Miguel Hernández, tampoco la formación académica a la que eran tan proclives y que casi caracterizó a la maravillosa cosecha de escritores de la España finisecular y de los primeros años del siglo XX, fue norma. Estupendos poetas, como el oriolano, que mirándose en el espejo de la Generación del 27, se percataron de su raquitismo intelectual, pero que lograron no obstante la resonancia literaria internacional. En muchas de las idas y venidas de Hernández a la capital, que iba a convertirse en la ola de los años, en una caja de resonancia de sus versos, rondó el desespero porque exhibido en algunas veladas literarias, como un autor intuitivo y que había cuidado cabras como rasgo de exotismo, no logró la atención que hubiese deseado. Parecía más un mono de feria debido a su atipismo literario. Con todo, la burla más acre fue quizá la que llevó a cabo Giménez Caballero en su isla creativa, La Gaceta literaria. No conforme con publicar una carta personal donde el oriolano explicaba las miserias que había padecido por el sueño poético en la capital, Giménez Caballero se regodeó recomendándole como pastor de cabras.

Aunque para mi, más que sus rimas belísonas y el primer Miguel Hernández, me llegó a lo más hondo su Romancero de ausencias, escrito intramuros de un encarcelamiento ceñudo, que no contempló su salud quebradiza ( 'empusado", apenas podría respirar, se ahogaba y las autoridades se preocupaban más por su conversión religiosa, que no muriese sin expiar sus pecados, y que se casase por la Iglesia con Josefina, su esposa). Su implicación con la causa republicana, como comunista de corazón, y su desdoblamiento con centenares de publicaciones, no sólo afectó a la calidad de sus intervenciones, sino que revolvía las entrañas de los represores, que se agitaban incómodos en sus asientos, cuando algunos falangistas románticos venían a defender la causa del vate oriolano. Sánchez Mazas y Dionisio Ridruejo conscientes de la talla de Miguel Hernández, porfiaban por su pronta liberación e iban en comandita a la mesa camilla, donde el dictador tomaba chocolate con soconuscos a la vez que rubricaba con presteza las sentencias de muerte (esta descripción pertenece al genial Francisco Umbral). La impronta de una vieja camaradería brotaba cuando Sánchez Mazas alegaba que su excelencia sabría regir los destinos indómitos de la nación, pero que él, entendía de poesía y Miguel Hernández, a pesar de su aspecto hosco y su desbastada educación, tenía la sensibilidad y resonancia de Garcilaso, con ramalazos de la modernidad iniciada por Darío en España."¿No querría repetir su Excelencia un nuevo caso Lorca?"

La cárcel y el hambre del hijo, inspiró la Nana de la cebolla

Todavía brillaban en el oriolano los conatos de pueblerino, que le enemistaron con Federico García Lorca, mucho más mundano y sofisticado. Habían al principio hecho buenas migas y García Lorca cuidaba de que sus arrebatos, no trascendiesen. Miguel Hernández, jamás comprendió porqué su Perito en lunas había discurrido por los desvencijados cenáculos poéticos de la capital, inmunes a cualquier novedad, sin casi causar ruido. Lorca le apaciguó y atestiguó la valía de Miguel Hernández, a veces moteada de ataques estridentes contra sus compañeros de profesión, por sentirse incomprendido. Más tarde, sus personalidades chocaron, cosmopolitismo frente a campo agreste. Incluso, Lorca ni siquiera se excusó, y se ausentó de la velada de despedida de Vicente Aleixandre por el verano del 36 que comenzaba, ya que no estaba dispuesto a soportar los modos tan hoscos del cateto de Miguel Hernández. Nunca más se volvería a ver al poeta granadino en la capital, que espantado por la furia de la violencia que crecía en Madrid, se fue a su Granada natal, donde le estaba reservado un final trágico, que entristeció sinceramente a su amigo oriolano, a pesar de las diferencias.  

Fue la excelsa calidad, del perito en lunas y rimas no su preparación, la que le guardó un lugar reservado en la posteridad, no su educación. Luego su contumaz forma de soñar con ser poeta, aun cuando la mayor parte de su trayectoria estuviese colmada de muchos sinsabores, fue otro de los ingredientes de su éxito. Recordemos por otra parte que Miguel Hernández fue un alumno brillante, aunque su resabiado padre, no sabemos cuáles fueron los verdaderos motivos, decidió apartarle de los estudios, que le correspondían por las plazas que llamaban de bolsillo, es decir, se sufragaba la educación de aquellos alumnos que como Miguel eran muy brillantes y carecían de recursos. A pesar de las broncas que le echaba su progenitor, que no entendía de islas baratarias ni que se consumiese luz, ya que el niño quería cultivarse leyendo, él siguió ejercitando sus lecturas con ánimo febril. ¿Querría espantar esas veleidades el padre, que no daban de comer? Los estudiosos de Hernández tampoco se han puesto de acuerdo a este respecto. Para los lobistas de TED, probablemente el ascendiente de Hernández le habría evitado pasar por una educación que funciona como una troqueladora para alumbrar los mismos patrones y quizá aquello, salvase su capacidad creativa, sin el peso de los moldes igualitarios, que un sistema más bien pensado para producir engranajes más concordantes con la época de la revolución industrial.



Casi se me olvidaba aquella anécdota, muy elocuente de su espíritu justiciero, no carente de razón. Fue a visitar a Alberti en plenas estrecheces de la contienda, de un Madrid asediado por las tropas franquistas y que pese a los bombardeos, se caracterizaba por las largas filas para pertrecharse de cualquier abasto. Se pagaba con los vales sindicales, que aceptaban los comerciantes a regañadientes. Pues en aquel ambiente de escasez, se sentó a la mesa invitado por Alberti y María Teresa León a una velada de escritores antifascistas y al comprobar la prodigalidad de los alimentos, se levantó airado y susurró a su anfitrión, el poeta Alberti el famoso “ Aquí hay mucha puta, y mucho hijo de puta”. Alberti, inveterado vividor a pesar de sus escasos años, le conminó a que lo dijese en voz alta. El oriolano no sólo lo voceó, sino que lo escribió dicen los que presenciaron su enojo, en una pizarra donde figuraba el programa de la velada o el menú ( no hay acuerdo en los testimonios). La bella María Teresa León se levantó con bravura guerrera y le dio una sonora bofetada a Miguel Hernández que le llevó con sus huesos a sentarse en el suelo. En el fondo, el oriolano tenía razón, no en la forma. Sus compañeros comprometidos contra el fascismo, no dejaban de ser los cerdos de Orwell en Rebelión en la Granja, mientras la población de  Madrid experimentaba la crudeza del sitio franquista. 

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