Los caballos piafaron como bestias venidas de otro mundo; sus jinetes con armaduras que emitían fuertes destellos, les habían deslumbrado en medio de las arenas de la playa. En la tribu le aseguraron que salían rayos de las bocas estrechas de aquellos artilugios, y que cada vez que relinchaban las bestezuelas: cientos, miles de espíritus malignos salían proyectados al aire. Recordó como al socaire de la maleza, reptó atraído por la curiosidad de los nuevos visitantes. Una vieja leyenda hablaba de unos dioses que llegarían por mar ¿ Se había cumplido la profecía?Recuerdos y más recuerdos. ¡ Había ocurrido hace tanto tiempo! Porque esos seres divinos se habían quedado para siempre, y a épocas de muchísima hostilidad se sucedieron otras etapas de una relativa calma. Sin embargo, él quiso ser siempre libre, no entendía de ningún tipo de sometimiento ni de encomienda, por lo que el hechizo primero de la curiosidad quedó definitivamente conjurado, para despertar una belicosidad que era propia de su tribu, que había guerreado contra sus aldeas rivales, desde que tenía conocimiento.
Tampoco podría olvidar a aquel fraile simpaticón, que esbozaba una sonrisa y se arrimaba a ellos, sin ningún tipo de congoja. Cuanto más silbaban las flechas y resonaban los arcabuces, con cara más placentera se presentaba en plena refriega. ¡No le temía a las armas, y lo que era mucho peor, a la muerte! Gracias a su predisposición, aquel fraile que se llamaba Bartolomé, había allanado el entendimiento entre indios y españoles. No se arredraba el hombre quebradizo y enjuto, cuando discutía arduamente con sus congéneres, divinidades que se enojaban si es que los de su tribu no querían contribuir a la encomienda con su trabajo. Él se escabulló al monte, pero una suerte de sortilegio, le invitaba a observar con curiosidad a esos tipos de aires marciales. Con Fray Bartolomé De Las Casas había hablado largo y tendido sobre temas trascendentales, que le azuzaban el alma. También le había enseñado a leer, ¡qué preciado tesoro! y a razonar sobre los arcanos de la religión. Uno de aquellos días le dijo a Fray Bartolomé que los Dioses estaban furiosos con los de su raza. Porqué si no, les enviaban esos céfiros tormentosos, que sacudían sus aldeas y provocaban las muertes por doquier.
Bartolomé De Las Casas, protector de los indios |
- Hijo, dentro del libre albedrío están nuestras circunstancias que pueden ser azarosas y Dios nos pone a pruebas con ellas. - Respondió De Las Casas. El ardor ecuménico pese a la ingenuidad de los indios, le salía como de las esporas.
- Como con el diluvio.- Dijo azaroso el indio que se llamaba Cotubano.
- Sí, como el diluvio. - Entonces De las Casas recordó sus primeros escarceos como predicador en América. Casi espontáneamente unos aborígenes de piel cetrina y envejecidos, los sabios de la tribu, le comenzaron a hablar de los tres Dioses. Las semejanzas saltaban a la vista, y el religioso aprovechó la veta para introducir a esas criaturas en los secretos de la Santísima Trinidad. Y luego vino la discusión sobre el gran diluvio.
- Porque, Padre, en el diluvio se salvaron las criaturas buenas y las criaturas malas. - Repitió Cotubano como una letanía lo que había aprendido de sus mayores.
- Nadie es malo a los ojos de Dios.- Y abrazó a aquella pequeña alma.
Según De Las Casas, los oriundos creían que tras el gran diluvio se habían salvado seres buenos y malos, y que los tres dioses, que el predicador había asociado a la Santísima Trinidad, recompensaron a los buenos con una menor fatiga en el trabajo. Como los hombres venidos del más allá tenían unas tecnologías que facilitaban muchas de las labores, los indios dedujeron que Dios y su Santísima Trinidad les había castigado por su maldad.
Cristóbal Colón, `descubridor` de las Américas. |
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